El poder de la música: esa magia de estar adentro

Crowd at concert - Cheering crowd in front of bright colorful stage lights 

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El Mauri renunció a su trabajo para ser cantante. Era el sueño de su vida, tenía su banda tributo y todo el mundo conoce a Queen, llegaban eventos de todos lados. Después de los cuarenta años viviendo el sueño del quinceañero. Pero llegó la pandemia, se cerró todo y hasta tuvo que trabajar de cocinero. ¿Y adivinen qué? El restaurante quebró por las restricciones de aforo.

Todo se fue abajo para los músicos y también para esa gente que necesita la música para sanarse y no se había percatado de
qué tan vital podía ser. Vivirla de nuevo estando ahí adentro, no desde los audífonos.

La pandemia fueron los años sin Festival de Viña, sin Lollapalooza, sin el REC en Concepción.

Una época donde los músicos vivían de los likes, las reproducciones en Spotify y sin el contacto físico con su gente. Porque para el músico nacional pueden ser ocho aplaudiendo en un bar y aún así resulta mil veces mejor que tocar en un Zoom.

Y en Chile nos gusta ir a ver música. ¿No me cree? Coldplay tuvo que hacer cuatro conciertos en el Estadio Nacional, Daddy Yankee anduvo por las mismas y otros más rockeros como Helloween o Porcupine Tree llenan el Movistar como si nada. Para todos los gustos.

En Chile compramos entradas “en verde”, que es básicamente a ciegas, sin saber quién estará definitivamente en la parrilla, pero queremos vivir la experiencia. De eso estamos seguros. Hace quince años había que llegar temprano y hacer filas larguísimas en la Feria del Disco para tocar una entrada. Hoy las filas son virtuales, es desesperante. Se agotan en menos de una hora, hay que ser rapidísimo con los dedos, estar a dos o tres pantallas, mirar tu número “en espera”.

Porque la magia del concierto es saber que hay miles de personas que por ese par de horas son tan parecidas a ti. Comparten la misma energía, el mismo sueño quizás de años por ver a su banda aunque quizás estén más viejos, pasados de peso y con la voz desgastada. El mismo sacrificio de gastar un dinero que no sobra pero había que estar ahí, el mismo paladar musical en un mundo donde se critica lo que escucha o hace el otro. Pero aquí adentro no, estamos seguros, da lo mismo. Puedo sacar mi polera y cintillo sin que nadie me mire raro.

Ya no hay límites de aforo ni pases de movilidad, la música volvió a la normalidad. Las miles de pulseras con luces mientras
suena “Viva la Vida”, el compañero que no conoces pero que de repente pone su brazo en tu hombro para cantar aquel himno
de la infancia. Esa de los Guns and Roses que te recuerda tanta historia, que te remonta al cassette y al discman con solo es-
cuchar el riff preciso. Sí, la música es sanadora, pero no es suficiente en los oídos o en la aplicación del celular. Las mejores cosas de la vida siempre necesitas compartirlas. Y gana la tía que vende los jockeys, el de los handrolls, el de la bebida que
es más agua que bebida.

Y en eso sale Freddie Mercury al escenario. Es el Mauri, pero por esas dos horas es Freddie. Sentado al piano, fuera de esa cocina donde se le pasaba un poco el rissotto y seguramente cantaba en voz alta. En el público hay niños, gente mayor que nunca pudo ver a Queen, parejas que se abrazan cuando suena “El Amor de mi Vida”. Somos libres e iguales aquí adentro, cantamos desafinados en la oreja del otro, pedimos un bis y luego otro. Los que se pueda, no queremos volver más a la jaula.

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Por Paulo Inostroza, periodista

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