El Agente Topo. Aló, ¿Está Don Sergio?

“Aquí dice que necesitan personas de 80 a 90 años. Pensé que era una broma”. Así parte Agente Topo. Con esa línea que parece graciosa, pero no lo es. Con los viejos buscando la cámara del celu y un parche pegado atrás para no olvidar su propio número. Nos da risa, porque lo vemos a diario. Porque les enseñamos a nuestros papás a usar el WhatsApp y todavía no saben qué hacer si tienen el espacio lleno por tantas fotos. Todas de sus nietos.

A mí no me gusta mucho el cine chileno, porque encuentro que nos quedamos pegados, que nos cuesta salir de los temas de siempre. Me gusta la crítica y no borrar la historia, pero siento que hay demasiados temas sin tocar. Uno es la vejez. Y qué mejor que mostrarla con mirada femenina. Sí, porque la sensibilidad de la directora Maite Alberdi se nota, se huele. Es natural. Ella no busca una frase para el bronce que te saque el lagrimón fácil. No, acá los ancianos hablan como ancianos. A veces lo justo. A veces ni siquiera quieren hablar.

Mi mamá murió hace un par de meses. Mi papá se quedó solo en casa, tiene 77 años. Y lo veo en esa escena en que Don Sergio le dice a su hija: “Me sé el mall de memoria, mirar los pajaritos también aburre”. Así que toma la pega simplemente para estar ocupado, para hacer algo nuevo. “Voy a llegar cansado mentalmente, pero ahí me olvido un poco de tu mamá”. Y veo ahí a mi viejo, pintando ese techo que nunca estuvo sucio, cortando un pasto que tampoco está tan alto.

Vivimos cerca y los primeros días fui a cocinarle casi a diario el almuerzo. Me quedaba a comer, le dejaba la olla llena para el otro día. Después me di cuenta de que era mejor enseñarle a cocinar. ¿Sabes cómo se siente alguien que aprende algo nuevo a los 77 años? Le brillan los ojos. Le brillan con algo tan simple como hacer tallarines con salsa roja y carne molida. Sí, los primeros tallarines de su vida. “No me quedaron tan ricos como a tu mamá, pero están buenos, ¿cierto?”. En la película se enamoran de Don Sergio. Una señora está convencida de que ambos se gustan, se emociona con la idea de un matrimonio en el hogar. A veces me pregunto si mi papá viviría con otra mujer. Y Don Sergio para en seco a su enamorada y le responde: “Disculpe, pero todavía tengo a mi señora aquí (señalando su cabeza), aquí (tocando su corazón)”. Mi papá engordó unos kilos de puro ansioso, ve partidos de fútbol de cualquier liga, incluso repetidos. Trata de llenar su cabeza con algo, voy a dejarle cualquier cosa solo para ver que está bien.

Y mientras avanza la película, que pretendía ser una denuncia a las casas de acogida, vemos que el mayor drama de estos abuelitos es que sus hijos se olvidaron de ellos. A Marta la llaman haciéndole creer que es su mamá. Una señora con alzhéimer intenta convencerse de que sus hijos tal vez fueron a verla y ella no lo recuerda. Otra simplemente se resigna y dice: “Es que tienen sus proyectos. Si no vienen, no vienen... Es cruel esta vida”. Ahí Don Sergio deja de ser espía, deja de ser “topo”. Decide volver con sus hijos, entiende que tiene más que muchos, más allá de sus fantasmas personales.

Muchos amigos me dicen que lloraron. Yo también. Sobre todo cuando cantan “Te quiero”, de Perales. ¡Qué tremendo es Perales! Pero creo que la película tiene otro mensaje y así se lo leí a Alberdi. Se trata de que quienes tenemos a nuestros padres vivos reconozcamos la suerte que gozamos, esa que muchos quisieran y aún lloran. Tomemos el teléfono, vayamos a prepararles el almuerzo y comer con ellos. Abracémoslos como si fuera el último día, porque puede serlo. No se imaginan cómo quisiera darle otro a mi madre, solo uno más.

En eso marco un número y digo: “Aló, ¿está don Sergio?”. No sé si les conté que mi viejo también se llama así. Le digo que lo amo y que en 15 minutos estoy en su casa. Me pregunta si puedo hacerle una lasaña. Llego allá, le cuento que vi una película hermosa y me pregunta de qué se trata. Le digo “de ti. Bueno, de ti, de la mamá. De tus amigos. Y también de mí, de lo estúpido que puedo haber sido, pero te juro que nunca más”. No entiende mucho y me abraza. Los viejos no necesitan entender nada, siempre te abrazan igual. Siempre.

Por Paulo Inostroza, periodista

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