El Papa presenta su encíclica “Spe Salvi” sobre la esperanza cristiana

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A las 11:30 hrs. de este viernes 30 de noviembre, en el Aula Juan Pablo II de la Sala de Prensa Vaticana, se desarrolló la conferencia de prensa de presentación de la Encíclica del Santo Padre Benedicto XVI titulada “Spe Salvi”.

Intervinieron en esta oportunidad el Cardenal Georges Marie Martin Cottier, O.P., Pro-Teólogo emérito de la Casa Pontificia y el Cardenal Albert Vanhoye, S.I., profesor emérito de Exégesis del Nuevo Testamento, en el Pontificio Instituto Bíblico.

Dios es la gran esperanza

Benedicto XVI sostiene en su segunda encíclica que el hombre necesita a Dios, de lo contrario queda sin esperanza. Afirma que quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida: “La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando «hasta el extremo», «hasta el total cumplimiento»”.

Agrega que, si bien nosotros necesitamos tener esperanzas –más grandes o más pequeñas–, que día a día nos mantengan en camino; sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan: “Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar.

¿En qué esperamos?

El Santo Padre se plantea la pregunta: ¿en qué consiste esta esperanza que, en cuanto esperanza, es «redención»? Y explica que llegar a conocer a Dios, al Dios verdadero, eso es lo que significa recibir esperanza: “Para nosotros, que vivimos desde siempre con el concepto cristiano de Dios y nos hemos acostumbrado a él, el tener esperanza, que proviene del encuentro real con este Dios, resulta ya casi imperceptible”.

Agrega que “no son los elementos del cosmos, la leyes de la materia, lo que en definitiva gobierna el mundo y el hombre, sino que es un Dios personal quien gobierna las estrellas, es decir, el universo; la última instancia no son las leyes de la materia y de la evolución, sino la razón, la voluntad, el amor: una Persona. Y si conocemos a esta Persona, y ella a nosotros, entonces el inexorable poder de los elementos materiales ya no es la última instancia”.

Cristo, la vida que esperamos

El Pontífice sostiene que es Cristo quien nos dice quién es en realidad el hombre y qué debe hacer para ser verdaderamente hombre: “Él nos indica el camino y este camino es la verdad. Él mismo es ambas cosas, y por eso es también la vida que todos anhelamos. Él indica también el camino más allá de la muerte; sólo quien es capaz de hacer todo esto es un verdadero maestro de vida”.

Más adelante, reflexiona que la fe nos da ya ahora algo de la realidad esperada, y esta realidad presente constituye para nosotros una «prueba» de lo que aún no se ve.

La vida eterna

Benedicto XVI escribe que en el fondo queremos sólo una cosa, la «vida bienaventurada», la vida que simplemente es vida, simplemente «felicidad». “De algún modo deseamos la vida misma, la verdadera, la que no se vea afectada ni siquiera por la muerte; pero, al mismo tiempo, no conocemos eso hacia lo que nos sentimos impulsados. No podemos dejar de tender a ello y, sin embargo, sabemos que todo lo que podemos experimentar o realizar no es lo que deseamos. Esta «realidad» desconocida es la verdadera «esperanza» que nos empuja y, al mismo tiempo, su desconocimiento es la causa de todas las desesperaciones, así como también de todos los impulsos positivos o destructivos hacia el mundo auténtico y el auténtico hombre. La expresión «vida eterna» trata de dar un nombre a esta desconocida realidad conocida.

Y añade: “En efecto, «eterno» suscita en nosotros la idea de lo interminable, y eso nos da miedo; «vida» nos hace pensar en la vida que conocemos, que amamos y que no queremos perder, pero que a la vez es con frecuencia más fatiga que satisfacción, de modo que, mientras por un lado la deseamos, por otro no la queremos. Podemos solamente tratar de salir con nuestro pensamiento de la temporalidad a la que estamos sujetos y augurar de algún modo que la eternidad no sea un continuo sucederse de días del calendario, sino como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad. Sería el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo –el antes y el después–  ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría”.

Vida bienaventurada orientada hacia la comunidad

Siguiendo la reflexión del Santo Padre, esta vida verdadera, hacia la cual tratamos de dirigirnos siempre de nuevo, comporta estar unidos existencialmente en un «pueblo» y sólo puede realizarse para cada persona dentro de este «nosotros». Precisamente por eso presupone dejar de estar encerrados en el propio «yo», porque sólo la apertura a este sujeto universal abre también la mirada hacia la fuente de la alegría, hacia el amor mismo, hacia Dios.

A su juicio, las estructuras no sólo son importantes, sino necesarias; sin embargo, no pueden ni deben dejar al margen la libertad del hombre.

Sostiene, asimismo, que nunca existirá en este mundo el reino del bien definitivamente consolidado, y que no es la ciencia la que redime al hombre: el hombre es redimido por el amor.

Aprender y ejercitar la esperanza

Más adelante, Benedicto XVI enumera algunos «Lugares» de aprendizaje y del ejercicio de la esperanza. Entre ellos, menciona la oración, el actuar y el sufrir, y el Juicio.

Sobre la oración, el Papa deja en claro que rezar no significa salir de la historia y retirarse en el rincón privado de la propia felicidad: “El modo apropiado de orar es un proceso de purificación interior que nos hace capaces para Dios y, precisamente por eso, capaces también para los demás. En la oración, el hombre ha de aprender qué es lo que verdaderamente puede pedirle a Dios, lo que es digno de Dios. Ha de aprender que no puede rezar contra el otro. Ha de aprender que no puede pedir cosas superficiales y banales que desea en ese momento, la pequeña esperanza equivocada que lo aleja de Dios”.

Respecto al “actuar y sufrir”, Benedicto XVI precisa que podemos tratar de limitar el sufrimiento, luchar contra él, pero no podemos suprimirlo: “Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito”. En este sentido, afirma que “si no podemos esperar más de lo que es efectivamente posible en cada momento y de lo que podemos esperar que las autoridades políticas y económicas nos ofrezcan, nuestra vida se ve abocada muy pronto a quedar sin esperanza”.

Añade que una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana: “La verdad y la justicia han de estar por encima de mi comodidad e incolumidad física, de otro modo mi propia vida se convierte en mentira”.

El Juicio Final

Ocho números de la encíclica están dedicados al Juicio. El Santo Padre expresa que la fe en el Juicio final es ante todo y sobre todo esperanza, “esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente precisamente en las convulsiones de los últimos siglos. Estoy convencido de que la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna”.

Señala, asimismo, que sólo Dios puede crear justicia. “Y la fe nos da esta certeza: Él lo hace. La imagen del Juicio final no es en primer lugar una imagen terrorífica, sino una imagen de esperanza; quizás la imagen decisiva para nosotros de la esperanza (…) Dios es justicia y crea justicia. Éste es nuestro consuelo y nuestra esperanza. Pero en su justicia está también la gracia. Esto lo descubrimos dirigiendo la mirada hacia el Cristo crucificado y resucitado. Ambas –justicia y gracia– han de ser vistas en su justa relación interior. La gracia no excluye la justicia. No convierte la injusticia en derecho. No es un cepillo que borra todo, de modo que cuanto se ha hecho en la tierra acabe por tener siempre igual valor”.

Sobre este punto, hace hincapié en que “nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal (…) Nunca es demasiado tarde para tocar el corazón del otro y nunca es inútil (…) Nuestra esperanza es siempre y esencialmente también esperanza para los otros; sólo así es realmente esperanza también para mí. Como cristianos, nunca deberíamos preguntarnos solamente: ¿Cómo puedo salvarme yo mismo? Deberíamos preguntarnos también: ¿Qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja también para ellos la estrella de la esperanza? Entonces habré hecho el máximo también por mi salvación personal”.

María, estrella de la esperanza

Finalmente, se detiene en la Virgen María, estrella de la esperanza, por cuyo «sí» la esperanza de milenios se hizo realidad, entró en este mundo y su historia. A ella dirige las palabras finales de su encíclica:

“Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos a creer, esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino. Estrella del mar, brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino”.

Fuente: Prensa CECh